Radicales: Guay a la derechización y las tentaciones conservadoras. Por Ricardo Campero
Tengo temor. Se nota que tenemos a Alfonsín fuera del juego y entonces tentaciones que antes no estaban presentes emergen de un modo desatinado en el Partido Progresista y de la Patria. Falta debate y el antikirchnerismo y la simplificación del análisis nos está conduciendo a la ahistoricidad. Y además con tendencias conservadoras.En la cuestión cubana, donde tenemos galardones ganados, se los dilapida desde el peor lugar cual es la diplomacia K como función del análisis. Sin considerar el carácter del tránsito de un país que tuvo la cabeza altiva frente a la brutalidad del embargo norteamericano y el sabotaje permanente. Hay que ayudarlos a procesarlo en un momento tan particular comprendiendo de donde vienen y el cambio, inclusive de liderazgo . Tengo en edición, y prometido, un debate que hechará luz sobre la esencia de la cuestión cubana. Para comprender los costos de la dignidad a pocas millas del imperio. Y tengo el orgullo de haber estado en la dirección de la diplomacia económica radical que abrió el círculo que ahora cierra Lula: la de la reincersión de Cuba en la familia latinoamericana en donde todo lo que queremos será más factible inclusive los logros de la Revolución que a los conservadores no les interesa. Y a todos los temas sobre el particular hay que meterle bisturí a fondo y para eso no pararse en el antikirchnerismo que de persistente se vuelve gorila. Ni siquiera miro desde la Cuba que resistió al imperio. O la que merece ser entendida como repuesta al camino posible para ser independientes en tiempos de guerra fría y ayudada a procesar su tránsito sin ser aplastados por la guasanería de Miami. No solo la que saboteó un avión y asesinó a decenas de personas sino la amiga de Adelina de Viola y de José Luis Manzano.Simplemente analizo las cosas parados en lo bilateral y la gratitud. Cuba es el País que fue vanguardia en la solidaridad durante la invasión desmedida de los piratas en Malvinas, su Jefe que reconoció como inédita la política de derechos humanos de nuestro gobierno. El que acompaña de modo persistente el voto por nuestros derechos en el Atlántico Sur aún la defección del voto de De la Rúa cediendo a la presión norteamericana en Ginebra. Al que en términos de la UCR, le debemos gratitud cuando con su medicina empujó para adelante al Chacho Jarolasky herido en su columna y a cambio de nada a pesar del estado de emergencia en el peor momento. El que no viene a la Argentina a decir que sus niños no se mueren como los nuestros por causas evitables. Que nuestros derechos humanos no incluyen, y lo destaca bien Alfonsín, a los desposeídos. A protestar por los chicos condenados a poner una pistola en la cabeza de un ciudadano o tener la pistola en la cabeza de parte de un policía.Soy radical y no concuerdo con muchas cosas de las que pasan allá pero mucho menos de lo que no concuerdo con otros países de centroamerica y el caribe y mucho menos de los que condujeron a Cuba al aislamiento. Ellos nos acompañan en Malvinas y no recuerdo una protesta por Guantánamo donde se torturó de un modo que solo lo hace el antihombre. El antikirchnerismo nos está llevando a mal puerto. Somos tan distintos y mejores que lo inverso no constituye el camino adecuado. Como en este caso.Y nos estamos volviendo conservadores. La burocracia nos conduce al estancamiento. Estamos en vísperas de un festival de reelecciones en todos los estamentos. Como si nada hubiera ocurrido en el país como para no plantearse innovaciones. Que es el rostro de la renovación con ideas de cambio. Lo conservador conduce a aquietar las aguas. En esas aguas abreva la derecha.Estoy preocupado. Se nota que Alfonsín está fuera del juego. Pero estoy mas convencido que nunca que él debate ideológico prende luz alta y que será fértil en la medida que el deseo del cambio sea superior al temor al cambio. Luchemos por debatir. Por la esencia de lo democratico. Y los que estamos por un frente de contradiáspora radical no temamos en ofender a nadie marcando la diferencialidad respecto a Patricia Bullrich y María Eugenia Estensoro. Un frente implica diferencias, si no seríamos un partido y no lo seremos. Llambias no es mi correligionario. Su antecesor es el Tato Romero Féris. El mío es Raúl Alfonsín.
Ricardo Campero vive en San Fernando (Prov. de Buenos Aires), es Lic. en Ciencias Políticas y Diplomáticas (Universidad Nacional de Rosario), especializado en economía internacional. Cofundador de Franja Morada en plena Dictadura Militar de Ongania (la que lo encarcela en Rosario y Buenos Aires). Fue Profesor Titular de Historia Económica y Social en la UBA. Ex Secretario de Comercio y Embajador Argentino ante ALADI (Asociación Latinoamericana de Integración)en el Gobierno de Alfonsín donde presidiera el Comité de Representantes Permanentes. Integra el Programa Nacional de la Sociedad de la Informacion (2000 y 2002)en el área Nueva Economía. Consultor de gobiernos y empresas en temas de Comercio Exterior y de nuevas tecnologías. Fue asesor de la Secretaria de la Producción de Rosario para cuestiones de la innovación. Tuvo a su cargo el diseño de un Proyecto de Ciudad Digital para Rosario y otro de exportaciones de PYMES de productos de base biotecnologica. Director de www.rafaela.competir.com, la primera comunidad virtual de aprendizaje de exportaciones de Argentina.
Perón, Kirchner y la fidelidad. Por Pepe Eliaschev
Hay algo permanente e invariable en el corazón de los grandes dilemas argentinos, una constante persistencia en visitar una y otra vez los territorios de la ilusión, los espacios del autoengaño, los parajes del deseo metamorfoseado en realidades indiscutibles. Ante los interrogantes que atravesaron al país durante 2008 y, sobre todo, de cara a las decisiones que aguardan este año, se percibe la insistente emergencia de un viejo conocido, mecanismo nefasto que acompaña a la Argentina hace varias décadas.
Todo sucede como si la dificultad de sobrellevar la realidad fuese insuperable, a menos que hiciéramos de ella un mito al que le hincamos el diente desde el torcimiento de los hechos, en vez de abordarlo desde la desnudez de lo existente.
La nueva edición del libro de Richard Gillespie Soldados de Perón. Historia crítica de los Montoneros, que hace poco presentó Editorial Sudamericana con demoledor prólogo de Félix Luna, permitió verificar viejas sospechas y ratificar espinosas conclusiones.
El libro de Gillespie es incompleto y muchos de sus juicios son, al menos, opinables. No lo ayuda que la edición argentina sea la traducción al español de la inglesa hecha por un catalán, lo cual sazona a la obra de pedregosos anglicismos y manifiesta ignorancia de la política argentina. Más de una vez, por ejemplo, Gillespie aparece definiendo a los peronistas de izquierda de los años ‘70 como “peronistas radicales”, lo cual aquí es un dislate innecesario.
Gillespie hunde el bisturí con demoledora eficacia cuando revela el carácter deliberadamente engañoso y falseador que marcaba el estilo, objetivos y conductas de Perón. Inmune a toda grosera descalificación como “gorila”, Gillespie encuadra en la mentira deliberada y en el fraude ideológico más avieso de Perón muchas de las circunstancias terribles durante las cuales Argentina chapoteó en sangre durante varias décadas.
El elocuente alegato sirve extraordinariamente bien para comprender cómo, 34 años después de la muerte de Perón, el movimiento fundado por él con su propio nombre presenta los mismos problemas y exhibe similares características aunque en un contexto diferente, sensible a la muy argentina y aparentemente invencible tentación del personalismo más burdo. Si en Brasil no se habla de lulismo, ni Chile produjo bacheletismo o laguismo, la Argentina no se mueve de su cavernícolo caudillismo: acá tenemos “kirchnerismo”.
Hay, como en los años cuarenta, una dosis tóxica de mentira estatal organizada. Gillespie señala que “lo que durante los años 1946-1955 pasaba por ‘antiimperialismo’ fueron compras de intereses argentinos, que incluían los ferrocarriles, las fábricas de gas y la red telefónica, a unos precios que se llevaron el 45% de las divisas disponibles”.
No sucede algo excesivamente diferente 60 años después, al menos en la raquítica consistencia ideológica del peronismo, mil veces justificada e intelectualizada por gente de la cultura, que antes como ahora sentía la pulsión de identificarse con lo que percibía como identidad política del pueblo.
En ese sentido, lo que pasó con Montoneros y en general con la izquierda peronista y Perón, se reproduce, afortunadamente sin ametralladoras ni asesinatos, con los intelectuales kirchneristas del siglo XXI, algunos de los cuales compartieron y azuzaron las letales ilusiones de los años setenta. Hay, empero, un agravante. Los ahora llamados banalmente “comandantes” montoneros, hace 35 años eran muchachos atosigados de ingenuidad, buenos deseos y voluntad incendiaria de cambiar al mundo a balazo puro. Pero no eran adultos ni habían transitado etapas de maduración personal y decantación cultural elementales para protagonizar tamaño emprendimiento.
Coparon regimientos, mataron a decenas de personas, secuestraron y apelaron al terror. Desde 1968 hasta fines de 1973, un lustro decisivo, se infatuaron con que Perón era la encarnación argentina del viejo Mao de China y el mítico Che inmolado en Bolivia. El autoengaño de los líderes de toda una generación que prefería morir “en combate” a la lenta y tediosa transformación social, puede atribuirse en todo caso a la ilusión de que el legendario asalto bolchevique al equivalente argentino del Palacio de Invierno de la Rusia pre comunista estaba a la vuelta de la esquina.
Estremece a lo largo de las décadas la capacidad única del peronismo para producir eternamente en su núcleo operativo similares paradigmas de ficción y credulidad. Desde su cúspide (Perón en el siglo XX, Kirchner en el XXI), se derraman explicaciones y arquitecturas conceptuales de autoindulgencia insultante. Los Montoneros y la JP de aquellos años digerían la retórica del “socialismo nacional” y el “trasvasamiento generacional”, como, al comenzar este siglo, tuvo inicial credibilidad la pamplina de la “transversalidad”, reemplazada luego por la vergonzosa “Concertación”, diseño simbolizado por ese Julio Cobos vicepresidente convertido ahora por el Leviatán kirchnerista en el peor enemigo.
Pero los duendes de la supuesta progresividad K anidan en grupos etarios mucho más veteranos que los “imberbes” que Perón echó de la Plaza de Mayo cuando decidió jugarse por ese “movimiento obrero” a muchos de cuyos jefes la guerrilla había asesinado.
Perón optó por los sindicatos, por López Rega y por Isabel cuando, en lugar de la “hora de los hornos” fantaseada en aquellos años, sobrevino la “hora de los bifes”. Gente armada y fogueada en acciones de guerra irregular estuvo atravesada tal vez por una candidez que recorrió una America latina en la cual durante demasiado tiempo Cuba ejerció la conducción estratégica de todos los que compartieran el dogma de que el poder sale de la punta del fusil.
La enormidad es que gente que participó de aquella ordalía e incluso no le hizo ascos a la hoy vituperada década de Menem, suba ahora a escena para intentar darles lectura positiva a estos años de un gobierno que lleva en su código genético como marca registrada su ambigüedad deliberada. En un instante luminoso de su controversial libro, Gillespie sostiene que “ni por un momento los jóvenes soldados de Perón sospecharon que pudieran estar luchando por un general infiel”. Cuando Perón murió, Kirchner tenía 24 años. Cuando Kirchner nació, Perón tenía 54.
Impresiona y lastima que de un siglo a otro la Argentina haya sido capaz de conservar y seguir nutriendo mitos y ficciones lamentables. Recuerdo cuando en esos apocalípticos setenta, personas con las que tenía relación intentaban persuadirme de que Perón “estaba rodeado”. Vociferaban que “¡está lleno de gorilas el gobierno popular!”.
Hoy sin pólvora, es la misma mitificación, esencia dominante del peronismo: nada es como parece ser y todo puede explicar todo.
La marca del estilo. Por Natalio Botana
En estos comienzos de año, tal vez sería oportuno armar un montaje teatral distribuyendo en el escenario los discursos que a diario invaden la escena. Pequeño mundo: la delantera de la escena estaría ocupada por los abundantes mensajes de la Presidenta; un poco atrás, ubicados los protagonistas en una plataforma saliente, el espectador recibiría el impacto de varias arengas que se descargan al modo de un juicio de instrucción; más apagadas, en el fondo, otras voces discretas harían las veces de un coro menos relevante.
Asistiríamos de este modo a un combate que se traba entre, por un lado, un ex presidente que vocifera contra las traiciones y conjuras mediáticas de sus enemigos y, por otro, las respuestas de quienes lo acusan en sede judicial de ser cabeza de una asociación ilícita. ¿Qué tendencia lleva las de ganar en este torneo belicoso? No sabemos aún cuales actores, en el futuro próximo o lejano, habrán de caer del pedestal, pero en todo caso, si nos atenemos a las actuales circunstancias, el gran perdedor es el estilo de nuestra democracia.
Con esto pretendemos aludir a un hecho recurrente. Cuando las palabras se visten con ropaje guerrero, algo anda mal en la realidad subyacente y en los comportamientos que ella oculta. Un discurso recíproco, forjado a golpes de traidores, enemigos y corruptos, no es un buen preámbulo para avizorar juntos, en un contexto mundial nublado por la crisis, el perfil del buen gobierno republicano. Es, más bien, una cacería de culpables. De este modo, el estilo político adquiere su más dura y originaria acepción: un punzón que escribe relatos sobre materias resistentes.
Provistos de las experiencias del pasado, teóricas y prácticas, sería absurdo negar la carga agonal inherente a la acción política. También errarían el blanco aquellos que recomiendan esgrimir el estilo propio de la ambigüedad (ya reconocía Aristóteles en su Retórica que esos estilos se difunden "cuando no se tiene nada que decir y se finge que se dice algo"). Estas advertencias, arropadas por milenios de reflexión política, son en gran medida verosímiles. Sin embargo, habría que preguntarse si, entre uno y otro extremo, quedan todavía espacios en el centro para encarrilar las cosas de una manera más racional; pertrechos de prudencia, en suma, con la virtud de encauzar las pasiones hacia las metas del bien general.
El problema, entonces, no sólo radica en el exceso de las palabras, sino en la madeja de conductas que van cavando en la existencia cívica un depósito de impunidades. Estos vínculos se realimentan y concluyen forjando también el depósito más vasto, por cierto no menos dañino, del descreimiento. Con estos condimentos, los comicios de este año corren el riesgo de transformarse en una batalla hiriente entre unos contrarios que, paradójicamente, no logran suscitar la confianza de la ciudadanía.
Habitualmente, los estudios electorales miden las motivaciones con arreglo a la tradición, a los valores o al cálculo utilitario, que guían la emisión del voto. Tal vez valdría la pena detectar el factor de resignación que asimismo alimenta no pocos de nuestros comportamientos.
Estas actitudes no son novedosas, pero si la corrupción sistémica sigue en aumento, mientras se descubren sus redes ocultas en el presente y en el pasado inmediato (me refiero al escándalo que desde su sede central proyectó sobre nuestro país la empresa alemana Siemens), seguirán prendiéndose luces rojas en el recorrido de la democracia. Aquí habría que trazar la raya de otro "nunca más" so pena de que la corrupción en la democracia se convierta en corrupción de la democracia.
Esta última observación evoca, felizmente, en las nuevas generaciones, un espejo lejano. Ellas no imaginan que la democracia pueda caer. Aun así, no hay que pronunciar elogios desmedidos y admitir que las diferentes formas de la corrupción están siempre al acecho.
Hace pocas semanas Julio María Sanguinetti publicó un libro ejemplar ( La agonía de una democracia. Proceso de la caída de las instituciones en el Uruguay, 1963-1973 ) en el cual expone, a través de una narración atrapante, el desenvolvimiento de la violencia política de la guerrilla que terminó provocando, en una tierra templada por la calidad cívica, el ascenso de una violencia simétrica en la forma de una dictadura militar.
Este juego de tenazas se inscribe en lo que Raymond Aron llamó la corrupción ideológica de los regímenes constitucional-pluralistas: el momento que presagia la tragedia en que un segmento de la ciudadanía opta por la violencia y se niega a plegarse al método pacífico de transferencia del poder mediante elecciones. Hoy, esta clase de corrupción ideológica del régimen representativo es muchísimo más débil que la que asoló a las democracias rioplatenses hace cuarenta años.
Luego de tanto dolor, algo hemos aprendido. Pero si bien esas ideologías parteras de la violencia son asunto del pasado (de un pasado, por otra parte, que en nuestro gobierno no quieren reconocer en su compleja causalidad), hay otro tipo de corrupción más sutil, que encadena al poder con sus sobornos, prebendas y protecciones particulares, y al mismo tiempo lo hace objeto de una retórica hecha de dicotomías absolutas. Una democracia que divide a sus actores entre titulares de la virtud y agentes del vicio es una democracia fracturada que no acierta a recrear una base mínima de moralidad.
Choque de realidades y choque de estilos: éstos no son los mejores auspicios para internarse en un año de elecciones. ¿Habrá que llegar a conclusión de que la dialéctica amigo-enemigo es la costumbre política más arraigada en la Argentina? Quizás exageramos adrede, ante la perspectiva que ofrecen los estilos que hemos recapitulado. A ello concurre una fragilidad institucional tan ostensible que conduce a dudar acerca de la transparencia de los comicios y a reclamar, en consecuencia, veedores internacionales (lo que, por ahora, no ha sido aceptado).
Los cruces entre las denuncias de corrupción ligadas a la inmunidad y la debilidad de las instituciones son propicios para que prosperen estas visiones agónicas de la política. Todo se acaba, el hundimiento y la catástrofe, para que de esas ruinas renazca un universo distinto sin contactos con el anterior. Son las consignas que propala el Gobierno desde hace un quinquenio y las que replican algunos opositores.
Esta es otra cara de la dialéctica amigo-enemigo. La democracia, en cambio, defiende el concepto más modesto y menos estridente de que las victorias, siempre parciales, deberían terminar con el gobernante derrotado yéndose con tranquilidad a su casa. Entre nosotros, lamentablemente, algunos ex gobernantes deben dar vueltas por los tribunales de justicia a la espera de procesos y sentencias.
Un argumento pesimista podría alegar que estas virulencias son representativas de una sociedad también virulenta. Habrá que ver, pero, mientras tanto, convendría tener en cuenta a los presidentes de nuestras repúblicas hermanas que abandonaron el gobierno con dignidad. Lo hicieron así porque, entre otras cosas, juzgaron que la política, preñada sin duda de conflictos y pasiones, reclama con urgencia practicar el arte de la paz. Acaso sea ésta la posibilidad entrevista por quienes aguardan en silencio: la del estilo sereno que troca la iracundia por la razón constructiva.